Con frecuencia hablamos de la música como de una pócima mágica e infalible que sana todos los males y nos alivia con el abrigo de la esperanza. Por momentos, puede que así sea, pues nos consigue conectar en lo más profundo; ayuda a evadirnos de realidades dolientes y potencia el júbilo hasta convertirlo en un momento especial e irrepetible que nos colma de satisfacción; incluso, puede hacernos creer que solo cosas buenas pueden salir de ella y que nada puede intoxicar la inocencia de la música.
Pero no olvidemos que la
‘Música’ solo puede ser la herramienta maravillosa para alcanzar todos los bienes si disponemos de una atención plena y buscamos con ahínco la fraternidad, la justicia, el bien común… Nada viene solo, ni tan siquiera lo que sólo parece estar.
No deberíamos olvidar que en
Auschwitz ahorcaban a las personas con música de vals, ni que el médico de los campos de concentración
Josef Mengele era un apasionado admirador de la música de
Beethoven y, a la vez, un carnicero; o que en la dictadura de
Rhodesia del Sur, antes de ser
Zimbabue, el país tenía como himno nacional la misma
‘Oda a la Alegría’ del compositor alemán y que hoy día se reconoce como el himno europeo. O sea, que la misma música se ha utilizado como elemento identitario de valores diametralmente opuestos.
Son significativas las palabras de Otto Dietrich sur Linde, un nazi protagonista del relato
Deutsche Requiem del escritor argentino
José Luis Borges. En sus últimas horas antes de ser ajusticiado por sus atrocidades, afirmó: “Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices (se refiere al compositor
Johannes Brahms y el escritor
William Shakespeare), que yo también me detuve ahí; yo, el abominable”.
Si bien la música es una necesidad fundamental de los seres humanos, pues toda cultura conocida ha producido su propia música, no siempre los fines para los que ha sido utilizada son honrosos, pues la música, al igual que todas las artes, no pierde su enorme condición subjetiva y la interpretación es tan amplia como personas la perciben.
Efectivamente, la música es un vehículo fascinante para alcanzar valores de alturas cósmicas y que, aunque humanas, en ocasiones parecen estar fuera de nuestro alcance en esta vida terrenal. Y al fin llega la música, esa locura sin cura y nos hace recobrar todo aliento perdido.
Como siempre, quiero agradecer a todos los que hacen posible esta ‘locura de allá, donde el cuerdo no alcanza’ que es Barrios Orquestados. Gracias alumnos y alumnas, profesores, colaboradores, padres y madres, familiares, amigos, simpatizantes, mecenas, etc. A todos, infinitas gracias y sigan acompañándonos en esta ‘locura de otro color’.
José Brito.